Llegó a casa con el corazón todavía en un puño. Aquella noche no había sido nada fácil y eso que él ya lo tenía bastante asumido todo aquello. En la vida aparte de vivir también hay que aprender a subsistir, y aquellos no eran buenos tiempos para el que tenía poco.
El trabajo era el mismo que siempre: entrar, coger, salir. Siempre el mismo esquema, sin mirar detalles, sin prestar atención en cuanto valioso es el objeto para la persona. Todo lo que brillaba equivalía a una comida y él era lo único que deseaba en esos momentos.
Entró con el mismo modus operandi, escalaba por el rellano hasta llegar al balcón que conducía a la habitación de la niña pequeña. Hacía unas semanas que examinaba sus pasos. Era una familia de clase media-alta, con una mujer arrogante y sin sentido del humor que nunca permitía dejar a su hija más de cinco minutos en el parque. En cambio el hombre era un bonachón de cara redonda y ojos claros, jefe de una de las empresas más valiosas y quizá la vergüenza de su padre.
El trabajo era fácil, diez minutos entrando, veinte cogiendo y cinco para salir. Pero falló, debe ser que el sueño profundo no es tan profundo como los médicos dicen y sin darse cuenta la pequeña de cabellos oscuros y ojos marrones estaba detrás de él temblando y llorando en silencio.
Era la viva copia en miniatura de Nadia. Y, hubiera sido más fácil terminar con la vida de la pequeña con un simple golpe seco en la cabeza blanda, pero él no era ningún asesino. Se acercó a ella a sabiendas que no iba a gritar. La abrazó, con sus brazos fuertes, intentando sofocar sus lágrimas, después la llevó a su cama y arropándola le dio lo único que conservaba de su Nadia (su pequeña Nadia, la loca y enana hermana pequeña) una pequeña muñequita de tela.
Y desapareció por el mismo lugar que entró, como un peter pan un poco más ladrón.
Ella no iba a hablar, por muy pequeña que fuese ella era imposible resistirse a aquellos ojos azules llenos terror y al mismo tiempo ausentes de amor. Porque la pequeña se enamoró rotundamente de aquel que un día le robo algo más que sus colgantes.
El trabajo era el mismo que siempre: entrar, coger, salir. Siempre el mismo esquema, sin mirar detalles, sin prestar atención en cuanto valioso es el objeto para la persona. Todo lo que brillaba equivalía a una comida y él era lo único que deseaba en esos momentos.
Entró con el mismo modus operandi, escalaba por el rellano hasta llegar al balcón que conducía a la habitación de la niña pequeña. Hacía unas semanas que examinaba sus pasos. Era una familia de clase media-alta, con una mujer arrogante y sin sentido del humor que nunca permitía dejar a su hija más de cinco minutos en el parque. En cambio el hombre era un bonachón de cara redonda y ojos claros, jefe de una de las empresas más valiosas y quizá la vergüenza de su padre.
El trabajo era fácil, diez minutos entrando, veinte cogiendo y cinco para salir. Pero falló, debe ser que el sueño profundo no es tan profundo como los médicos dicen y sin darse cuenta la pequeña de cabellos oscuros y ojos marrones estaba detrás de él temblando y llorando en silencio.
Era la viva copia en miniatura de Nadia. Y, hubiera sido más fácil terminar con la vida de la pequeña con un simple golpe seco en la cabeza blanda, pero él no era ningún asesino. Se acercó a ella a sabiendas que no iba a gritar. La abrazó, con sus brazos fuertes, intentando sofocar sus lágrimas, después la llevó a su cama y arropándola le dio lo único que conservaba de su Nadia (su pequeña Nadia, la loca y enana hermana pequeña) una pequeña muñequita de tela.
Y desapareció por el mismo lugar que entró, como un peter pan un poco más ladrón.
Ella no iba a hablar, por muy pequeña que fuese ella era imposible resistirse a aquellos ojos azules llenos terror y al mismo tiempo ausentes de amor. Porque la pequeña se enamoró rotundamente de aquel que un día le robo algo más que sus colgantes.